sábado, 9 de febrero de 2013

A propósito de Enrique

Tenía ganas desde hace tiempo de escribir un post sobre José Enrique Salcedo, autor, escondido tras seudónimo, de la novela “Las Aguas del Imperio”, del libro de poesía “La niña loba” y de los ensayos “Magia y verdad de Bécquer” y "Valle-Inclán y la filosofía de los druidas", entre otros.
Recuerdo el día que lo conocí y cómo su mirada penetrante de ojos azules me impuso respeto al instante, un respeto que con el tiempo se convirtió en admiración. Quiero destacar que este autor, granadino de adopción, es una de esas personas que ya no quedan en nuestro país, pues ha dado mucho a la literatura castellana. Su prosa, por supuesto, elegante y bien estructurada, nos deja en cada una de sus obras un mensaje penetrante, casi vital, y nos muestra con cada palabra un universo nuevo para el que lo quiera ver. Una vez que entramos en su mundo secreto, nos damos cuenta de que todo es más bello y más simple de lo que en un principio creemos. Su poesía se asemeja al aire fresco que trae consigo el mar en calma, es siempre sutil y cálida. Debo decir que su literatura no está al alcance de todos,  necesita su tiempo de comprensión y cierto aprendizaje que, al fin, compensa. Por ello, si estáis cansados de una literatura “comercial” y necesitáis leer un autor que exhala calidad por los cuatros costados, éste es vuestro autor, JOSÉ ENRIQUE SALCEDO.
Concluyo dándole las gracias por estar siempre disponible, sin recibir nada a cambio, simplemente por el mero hecho de luchar y soñar por el otro universo, el de la imaginación. A continuación añado un pequeño relato de este autor, que trata sobre su experiencia en un comedor social del que es voluntario.

Voluntarios: Vivir es un asunto urgente, por José Enrique Salcedo


  Abdul me abre la puerta, después que los que esperan en el zaguán me franquean el paso. Entro en el comedor. Saludo a Toñi, a Pablo y a Fernando. Paso al cuarto ropero a dejar la chaqueta. Aparece Jesús Emilio. Abre un tarro para poner sopa y me encarga que le ayude a hacer bocadillos. Corta las barras de pan en dos trozos, los abre y los rellena. Enrollo con papel de servilleta cada bocadillo. Dentro de una bolsa va empaquetado junto con una fruta y un dulce. Todas las bolsas de esta forma son llevadas a la entrada para que Abdul las reparta a los que no quieren entrar en el comedor.

  Otros días los comensales increpan con ansiedad, quizá con cansancio: "Jesús, abre ya, que son las nueve". Pero hoy la cena transcurre con más tranquilidad para asombro de todos los voluntarios, y de María del Carmen, la señora que supervisa que todo vaya bien, después de haber estado poniendo las mesas y cocinando con otras señoras la cena que se sirve. Son ya abuelas y hacen la mejor comida. Ya están puestas las mesas, a veces con la fruta y el dulce del postre; otras, con alguna ensalada o bebida refrescante... En pocos minutos va a empezar un trasiego donde no cabe la rutina de lo consabido, porque cada día es diferente.

  Abdul, que va a ser padre dentro de poco, deja pasar a los comensales con sus diferentes edades, ropas, expectativas, paquetes... Se van ocupando en orden las mesas. En verano o en Navidad llega a quedarse desocupada una mesa entera. Al fin, todos se acomodan en las sillas azules del mediano comedor. Aquí se encuentra una parte de la sociedad que quienes disfrutan del relativo bienestar que les queda o van siempre en coche por vivir en las urbanizaciones de la periferia de Granada no ven. Solamente unas partidas de voluntarios, de lunes a sábado, ofrecen y ponen su corazón y sus brazos a trabajar por estos necesitados poco queridos. Cualquier día inesperado, entre los voluntarios, me encuentro con una bella estudiante italiana, finlandesa o española, un compañero con quien hice un curso de inglés hace años, con mi sobrino... Jesús Emilio o, en su ausencia, un encargado bendice los alimentos, y pronto servimos el menú, recogemos los platos utilizados, reponemos el agua, repartimos el pan, limpiamos las sillas y las mesas cuando los comensales se van, fregamos el suelo, la cocina, la vajilla y las perolas y bandejas. Al final, se secan los cubiertos y los vasos. Todo queda listo para el día siguiente.

  Algunos han traído el pan, las verduras, el pescado a las cinco de la tarde. A veces están ayudando hasta que todo termina a las diez y media u once de la noche. Recuerdo a Paco que, estando tan volcado con los asuntos del comedor, se le olvidó hacer un trámite en la oficina de empleo. En el Hogar también hay un servicio de duchas y aseo por las tardes, y otros servicios como ropero, acompañamiento y apoyo en enfermedades, hospedaje en casos graves, atención a familias con niños. Tuve la oportunidad de vivir cómo de este Hogar surgió y se separó para formar otra Asociación "Calor y Café". Es fácil la respuesta negativa de los granadinos que no querían cerca de sus casas la Asociación "Calor y Café". Pero si ellos vivieran desde dentro los trabajos humanitarios, comprenderían que todos somos como esos desafortunados, por muy culto que uno sea o por muy alta posición social que se tenga.

  En fin, los voluntarios que quieren se quedan a cenar el mismo menú que las abuelas de la casa han hecho para los "sin techo". Son momentos de distensión, de conversación fraterna, en que se habla del funcionamiento del comedor o de preocupaciones personales. Jesús Emilio dice que allí se acoge a todo necesitado y "se les debe tratar con amor, como Cristo Nuestro Señor nos trata a nosotros". Es cierto que hay pícaros que piden por segunda vez lo que ya se les ha dado (y a veces, no hay más que una ración para cada comensal), y que ha habido que llamar a la policía para solucionar algún altercado.

  Cuando se sienta Said en la cena de los voluntarios, no deja de animar con sus comentarios y sus bromas la mesa. Me gusta recordar aquella cena de Nochebuena con Aurora donde, a instancias de ella, los voluntarios servimos las mesas con unos gorros festivos sobre nuestras cabezas. En esos momentos he sentido una intensidad vital desconocida, algo espontáneo, libre. No hay literatura ni abstracciones, sino un pálpito de vida. Pablo, que trabaja en la Hostelería, contaba cosas increíbles de su infancia en su tierra, Ecuador. Jesús Emilio, el presidente, trabaja en la construcción. Cuando tenía los órganos digestivos lesionados, hablaba con Carmen, estudiante de medicina, sobre la cirugía y los remedios. Carmen estudia Medicina, siente la nostalgia de su novio Gonzalo, que está en Portugal, y, con todo, va el día que le toca, como hace cinco años. Fernando, también ecuatoriano, trabaja en Sierra Nevada, y masajea los pies doloridos de Jesús Emilio al final de la peonada del comedor.

  Pero luego hay que ver la cantidad de luchas institucionales, sociales y vecinales para que unas asociaciones desinteresadas puedan llevar a cabo su obra de caridad y beneficencia. A la sociedad le falta el principio civilizador y constructivo, el amor desinteresado demostrado con hechos concretos. Le sobran los planes, las bonitas declaraciones... ¿Hasta cuándo seguiremos ignorando...? ¿Hasta cuándo seguiremos seguros, pero muertos?



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